No, no podían quedar en el olvido. Intuyendo próximo el  ocaso definitivo de mi abuelo, una de tantas noches de insomnio decidí  que aquellas historias que le había escuchado contar desde que yo era un  niño debían perdurar de alguna forma. Durante meses acudí puntual a mi  cita con aquel entrañable anciano que en la intimidad de su habitación  me iba relatando con increíble precisión hechos acaecidos hacía más de  setenta años. Aquel nonagenario se convirtió en una maravillosa caja de  sorpresas de la que surgían a borbotones asombrosos relatos de una  juventud cercenada por la guerra. Lentamente rememoraba las vivencias de  un lustro que constituyó la piedra angular de su existencia, tres años  de contienda civil y otros dos de servicio militar, que marcaron para  siempre su larga vida. En una libreta anotaba los nombres de los lugares  por los que transcurrieron sus hazañas, los nombres de las unidades  militares en las que se integró, el de sus mandos, el de sus compañeros  de fatigas, cientos de datos que almacenaba en su memoria. Datos que con  la complicidad de la noche iba contrastando con diversas fuentes  documentales y que de forma asombrosa coincidían con una prodigiosa  exactitud. Pero no fueron las hazañas de aquellos héroes anónimos lo que  más me llamó la atención sino su comportamiento y sus increíbles  valores. Fueron jóvenes que lo dieron todo por unos ideales sin esperar  ser recompensados. Reafirmé mi convicción de que la historia no la  escriben los grandes personajes, la verdadera historia está en los  hombres y mujeres que amparados por el anonimato lucharon con la  convicción de sólidos ideales. A través de aquellas gratas  conversaciones descubrí que nuestros mayores son portadores de un  patrimonio cultural plagado de valores en vía de extinción. El  compañerismo, la amistad, el arrojo, la entrega total y desinteresada  por el bien común y el perdón, entre otros, son principios que nuestros  abuelos asumieron y cultivaron al igual que la tierra durante toda una  vida. El sufrimiento fue una constante para ellos, y sin embargo fueron  capaces de ser felices en los momentos más complicados. Sus problemas  eran verdaderos problemas, pero disponían de una fuerza moral que les  permitía reducirlos a su mínima expresión gracias a sus grandes valores,  a sus familias y a sus amigos. Tendríamos que preservar ese increíble  patrimonio haciéndonos eco de las vivencias de nuestros mayores,  escuchándolos con atención y absorbiendo esa sabiduría que con toda  certeza nos haría más fuertes frente a las adversidades. Deberíamos  aprender de los errores del pasado para que en un futuro no se vuelvan a  repetir. Es bien conocida la cita de que «El pueblo que olvida su  historia está condenado a repetirla», sin embargo parece como si un  inexplicable complejo nos impidiera indagar en nuestro reciente pasado y  extraer conclusiones que pudieran hacernos mejorar en el presente. A  veces me asalta la pregunta de cuál sería en la actualidad la reacción  de nuestra juventud frente a una situación límite como la que padecieron  nuestros mayores, y no encuentro la respuesta. Por supuesto que estoy  plenamente convencido de que lo que pasó es imposible que se repita en  nuestros días, pero creo que serían pocos los que arriesgarían su vida  en defensa de sus ideales.  
La caja de sorpresas en la que se convirtió mi abuelo  durante la redacción de sus vivencias, estuvo acompañada de otra caja  que contenía entrañables recuerdos. Una caja metálica como aquellas en  las que nuestras abuelas guardaban antiguos retratos en blanco y negro  junto a recordatorios de óbitos de seres queridos y viejas cartas  remitidas desde lugares lejanos. Una de las fotografías que yacían en  aquella oxidada caja reflejaba a un hombre joven antes de partir hacia  el frente. Él de pié junto a su madre sentada en una silla y en segundo  plano el resto de la familia. Todos posando juntos para plasmar tan  emotivo momento, siendo conscientes de que aquel retrato pudiera ser el  primero y el último que se hicieran juntos. El joven posa orgulloso con  gallardía, la madre lo hace también con orgullo ofreciendo la vida de su  propio hijo en defensa de sus ideales, pero el semblante de ambos  refleja una infinita modestia; la modestia de personajes anónimos que  constituyen los sólidos cimientos de la historia olvidada de nuestro  país. 
Al finalizar la redacción, mi única obsesión era que,  aunque por una sola vez, mi abuelo tenía que ganar una batalla. Sin  ninguna duda se lo merecía. Y al igual que El Cid, después de muerto  consiguió los laureles de la victoria. El pasado quince de octubre  aquella caja metálica, repleta de ásperos recuerdos de toda una vida  digna de admiración y respeto, resonó con dignidad en la gala de entrega  de los LIX Premios Planeta. Ese inolvidable día una deuda de gratitud  quedaba saldada.
Fuente: La Verdad
 
 
 
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