domingo, 31 de octubre de 2010

Valores

Fulgencio Caballero Martínez es asesor fiscal. Finalista Premio Planeta 2010.
No, no podían quedar en el olvido. Intuyendo próximo el ocaso definitivo de mi abuelo, una de tantas noches de insomnio decidí que aquellas historias que le había escuchado contar desde que yo era un niño debían perdurar de alguna forma. Durante meses acudí puntual a mi cita con aquel entrañable anciano que en la intimidad de su habitación me iba relatando con increíble precisión hechos acaecidos hacía más de setenta años. Aquel nonagenario se convirtió en una maravillosa caja de sorpresas de la que surgían a borbotones asombrosos relatos de una juventud cercenada por la guerra. Lentamente rememoraba las vivencias de un lustro que constituyó la piedra angular de su existencia, tres años de contienda civil y otros dos de servicio militar, que marcaron para siempre su larga vida. En una libreta anotaba los nombres de los lugares por los que transcurrieron sus hazañas, los nombres de las unidades militares en las que se integró, el de sus mandos, el de sus compañeros de fatigas, cientos de datos que almacenaba en su memoria. Datos que con la complicidad de la noche iba contrastando con diversas fuentes documentales y que de forma asombrosa coincidían con una prodigiosa exactitud. Pero no fueron las hazañas de aquellos héroes anónimos lo que más me llamó la atención sino su comportamiento y sus increíbles valores. Fueron jóvenes que lo dieron todo por unos ideales sin esperar ser recompensados. Reafirmé mi convicción de que la historia no la escriben los grandes personajes, la verdadera historia está en los hombres y mujeres que amparados por el anonimato lucharon con la convicción de sólidos ideales. A través de aquellas gratas conversaciones descubrí que nuestros mayores son portadores de un patrimonio cultural plagado de valores en vía de extinción. El compañerismo, la amistad, el arrojo, la entrega total y desinteresada por el bien común y el perdón, entre otros, son principios que nuestros abuelos asumieron y cultivaron al igual que la tierra durante toda una vida. El sufrimiento fue una constante para ellos, y sin embargo fueron capaces de ser felices en los momentos más complicados. Sus problemas eran verdaderos problemas, pero disponían de una fuerza moral que les permitía reducirlos a su mínima expresión gracias a sus grandes valores, a sus familias y a sus amigos. Tendríamos que preservar ese increíble patrimonio haciéndonos eco de las vivencias de nuestros mayores, escuchándolos con atención y absorbiendo esa sabiduría que con toda certeza nos haría más fuertes frente a las adversidades. Deberíamos aprender de los errores del pasado para que en un futuro no se vuelvan a repetir. Es bien conocida la cita de que «El pueblo que olvida su historia está condenado a repetirla», sin embargo parece como si un inexplicable complejo nos impidiera indagar en nuestro reciente pasado y extraer conclusiones que pudieran hacernos mejorar en el presente. A veces me asalta la pregunta de cuál sería en la actualidad la reacción de nuestra juventud frente a una situación límite como la que padecieron nuestros mayores, y no encuentro la respuesta. Por supuesto que estoy plenamente convencido de que lo que pasó es imposible que se repita en nuestros días, pero creo que serían pocos los que arriesgarían su vida en defensa de sus ideales.
La caja de sorpresas en la que se convirtió mi abuelo durante la redacción de sus vivencias, estuvo acompañada de otra caja que contenía entrañables recuerdos. Una caja metálica como aquellas en las que nuestras abuelas guardaban antiguos retratos en blanco y negro junto a recordatorios de óbitos de seres queridos y viejas cartas remitidas desde lugares lejanos. Una de las fotografías que yacían en aquella oxidada caja reflejaba a un hombre joven antes de partir hacia el frente. Él de pié junto a su madre sentada en una silla y en segundo plano el resto de la familia. Todos posando juntos para plasmar tan emotivo momento, siendo conscientes de que aquel retrato pudiera ser el primero y el último que se hicieran juntos. El joven posa orgulloso con gallardía, la madre lo hace también con orgullo ofreciendo la vida de su propio hijo en defensa de sus ideales, pero el semblante de ambos refleja una infinita modestia; la modestia de personajes anónimos que constituyen los sólidos cimientos de la historia olvidada de nuestro país.
Al finalizar la redacción, mi única obsesión era que, aunque por una sola vez, mi abuelo tenía que ganar una batalla. Sin ninguna duda se lo merecía. Y al igual que El Cid, después de muerto consiguió los laureles de la victoria. El pasado quince de octubre aquella caja metálica, repleta de ásperos recuerdos de toda una vida digna de admiración y respeto, resonó con dignidad en la gala de entrega de los LIX Premios Planeta. Ese inolvidable día una deuda de gratitud quedaba saldada.
Fuente: La Verdad

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